No es subjetividad. Es la defensa de que el mundo que creamos dentro de nosotros, que escribimos, vomitamos sobre un lienzo o sacamos por cualquier vía es tan verdadero como el que lo inspira. A veces, incluso más valioso, porque lo ensancha, lo hace bello. Hacer poesía siempre es embellecer algo o a alguien: no se escribe mirando a la musa, se escribe en base a la idea de la musa que queda enganchada a las neuronas cuando ya no está delante. Sobre la versión de la musa que nuestras gafas mentales conforman. Una contracaricatura que a veces uno confronta con la realidad, y la comparación parece remota. No tiene por qué llamarse idealización, puede ser una especie de efecto poético que ni siquiera ha sido intencionado. No se trata de querer pintárselo bonito a uno mismo de manera inconsciente, de necesitar creer que se viven historias perfectas en situaciones perfectas. Simplemente es algo inevitable. Inevitablemente maravilloso.
De cualquier manera, hace poco concluíamos en una conversación interesante con alguien interesante que si uno ve un jarrón donde hay una botella, ambos son igualmente válidos, reales. Es más: esta percepción hace que el mundo se componga de jarrones y botellas. Uno ha creado jarrones, ergo ya existen. Ha creado otro mundo a partir de uno previo, distorsionado (sin que esto sea despectivo) al escoger ciertas facetas o rasgos. Y esta creación, a Dios gracias, impide que el universo se reduzca a una sucesión de envases de vidrio alargado.
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