Cuando salgo al balcón a fumar un pucho aparecen a saludar unos árboles famélicos y desnudos. Pasa un ómnibus verde (el boleto cuesta 18 pesos). Abajo, en el portal de al lado, un tipo que deja ver el 80% del cartón sierra metales envuelto en una nube de chispas naranjas que parecen luciérnagas que se pasaron con el café. Asoma también la hucha, y me da la risa cuando me fijo.
Hace un vientecillo fresco, tan suave que apenas se nota. Luz que pregona una primavera cercana. El encanto de lo decandente, de "la que tuvo retuvo", en los edificios, que sacan sus galas al sol de las tres de la tarde, sol que no consigue despachar a mi polera de cuello alto, sorprendida por tener que trabajar en agosto.
Para cerrar el balcón hace falta una ingeniería. O comer dos veces. No ahoga el ruido que hace el calvo, el dos veces calvo de la acera, que para por un momento para conceder un solo en la partitura al tráfico de la calle Colonia.