Los taxis son negros, con el techo amarillo. Hay que sacar la mano si querés que el ómnibus se detenga en la parada. Si pasa, claro, porque puede que veas el mismo ómnibus tres veces en una hora y que el tuyo no haga acto de presencia.
Los uruguayos piropean con los ojos, porque apenas se entiende lo que dicen. Los mendigos utilizan también el lenguaje ocular (lo que sí se comprende es un lastimero señoraseñoraseñora). Cualquiera de los tipos que visten barba, abrigo gris y boina y cargan su mate podría ser el Oliveira de Rayuela, de Cortázar.
Los puestos invaden las aceras: garrapiñadas ("calentitas", la bolsa chica a diez pesos; la grande, a veinte), mate, relojes, prensa. El olor del caramelo serpentea entre los autos, que cruzan la calle cuando ellos quieren, porque los semáforos de Montevideo parecen ser un simple elemento ornamental.
Vale la pena atravesar la avenida 18 de julio sin los cascos, para escuchar el dulse asento ("¡Pará, pará, pará, loco!"). Pero con banda sonora las cosas se ven distintas: las caras, las tiendas, los árboles en un contexto musical se envuelven en una danza de gente que llena las aceras y reparte panfletos y te desea, muy amable, "buen día, pasala bien".