Salí de casa media hora y acabé hecha unos zorros. Parto de que los domingos deberían ser anticonstitucionales y, además, llovía, y, además, se me habían chamuscado las tostadas por la mañana. El autobús no se dignó a aparecer. Esperé media hora -¿quién carajo espera media hora a un autobús?- y me quedé helada como el pollo pión y se me empaparon los pies. Me puse de tan mala leche que me volví para casa jurando en hebreo. Todos tenemos derecho a un día tonto de rigor de cuando en cuando, ¿no? Y a comer un litro de helado de una sentada y a echar de menos -echar de menos no está de más-, y también a fundirse con el sofá, porque es domingo y odio los domingos. Y los domingos puedo hacer lo que me dé la puñetera gana.