Un minuto que dice mucho:
En la ópera, un corto de Juan Pablo Zaramella.
Es mucho más que una señora con voz engolada, la cara empolvada y vestidos pomposos. La ópera y su imagen generalizada no son ni siquiera primas lejanas. Está mucho más emparentada con la posibilidad de ser mil obras distintas: cada montaje hace que la historia, los personajes y la atmósfera puedan vivirse -sí, vivirse, no verse- con gafas diferentes. El reto es hacer una gran ópera aún más grande, disfrutable con oídos y ojos, más divertida o más intensa. Ampliar sus límites.
Ayer se estrenó Agrippina en el teatro Liceu de Barcelona. Los emperadores romanos no tienen por qué llevar togas. Sólo hay que ver al césar Claudio con una visera roja jugando al golf; a su mujer, Agrippina, con americana del mismo color, empinando el codo directamente de la botella; al hijo de esta, Nerón, llenándose la nariz de cocaína. A un clavecinista como pianista de un garito y bailarines de movimientos más propios de una discoteca que de una ópera sobre la Roma clásica y estrenada en 1709.
Sarah Connolly como Octavio, El caballero de la rosa. English National Opera © CLIVE BARDA/ArenaPAL |
La puesta en escena de esta Agrippina nada tiene que ver con la arquitectura romana. Hay espectaculares lienzos de fondo o a modo de telón, y una escenografía sobria y simbólica. Muchas veces tiene que ver con el significado de las cosas más que con los elementos en sí mismos. Con lo esencial.
No, no se trata de gordas chillonas con caras afectadas. En la ópera hay actores y actorazos, bailarines de danza contemporánea, barras de bar, momentos sumamente cómicos. Notas, escenas, movimientos y diálogos que consiguen mojar hasta las orejas al espectador y hacer que, según toque, llore como una magdalena o se muera de risa.
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- Imágenes del montaje de David McVicar de Agrippina en el teatro Liceu
- Sarah Connolly como Agrippina cantando L´alma mia fra le tempeste