Antoine de Saint-Exupéry, El Principito
Me llevo las orejas abiertas, los ojos sin lentillas. Me llevo El Libro (sí, El Libro, hay cosas que van siempre con mayúsculas) en edición de bolsillo (deberían hacer edición de bolsillo de algunas personas para poder llevarlas en la mochila).
Me llevo la cámara de fotos con el estómago vacío, deseosa de fagocitar rostros, momentos, paisajes, gestos. Me llevo un ejército de bolígrafos y un escuadrón de cuadernos (uno de ellos obra de Carlota).
El pasaporte, claro, eso no puede faltar. Tampoco una esquina de folio con palabras de Marta desparramadas por ambas caras (de segundo de carrera, para ser más exactos), un amuleto (Amuleto) de Rocío que inyecta serenidad a mansalva; la última sonrisa en palabras de Raffi, dos joyas de papel de Loretín y Mojo. Otra que me envió Rous a Inglaterra cuando era un polluelo plañidero que sufría en Inglaterra.
Me llevo, por supuesto, las ganas de conocer con el jersey remangado, dispuestas a meter las manos donde haga falta. Como el chiquillo rubio que fue de planeta en planeta.