Aún no he cumplido 21 y ya viví 22 primaveras. El tiempo se calzó unos championes y echó a correr. Así, pasa tan rápido por tantos lugares que es imposible asimilar los capítulos hasta que no pasaron unas cuantas páginas más. En el libro hay líneas escritas a mano con letra temblorosa, alusiones a tomos anteriores, citas alucinógenas de Cortázar, versos tranquilos de Benedetti, descripciones de zombies que toman la ciudad una tarde soleada y zarandean los autos a su paso, letras grandes y de colores vivos.
En el libro hay registros de terremotos, páginas donde alguien derramó un vaso de vino, virutas de tabaco, cercos de la taza de café. Hay acentos nuevos y manías viejas. Hay pantalones que se quedan grandes, ciudades chicas, bostezos largos, ensayos cortos, listas de cosas que hacer y no se hacen, cosas que no se deben hacer y se hacen.
El Río de la Plata humedece las hojas y el sol del mediodía lo va dejando todo para mañana, menos acabar las tabletas de chocolate. Y las páginas centrales hablan de pibes dulces, minas de ojos de otra esfera, habitaciones re desordenadas y con poca luz a partir de las cinco de la tarde y decoradas con el dibujo de la portada del último tomo que salió al mercado.
El tiempo llega a tiempo o no tiene tiempo o da tiempo. Viene saturado y escribe novelas de terror por las mañanas, cuentos infantiles a mediodía, versos al caer del sol y relatos surrealistas cuando ya ha oscurecido.
El tiempo a veces se pone recontrarrompehuevos, como cuando el paquete de azúcar se cae y deja el suelo de la cocina hecho pelota.